jueves, 29 de octubre de 2009
Vivencias de un lejano Dividive
El carrito nos dejó en la entrada de El Dividive. Viniendo de San Felipe, es la entrada que queda a mano izquierda, pasando San Pablo. Allí siempre nos quedábamos mi abuela y yo. El carro continuaba su marcha hasta Chivacoa. Recuerdo que cuando se alejaba me preguntaba cuán lejos estaría Chivacoa. Reanudábamos la marcha a pie para luego recorrer no se si dos o tres kilómetros hasta llegar a nuestra casa. En principio nos alimentaba la brisa fresca y el canto de los pájaros que se paseaban alegres por el monte que orillaba la carretera de tierra. De vez en cuando un carro pasaba y nos empolvábamos con la tierra seca que se levantaba en aquellos tiempos de verano. Mi abuela se detenía en un jobo cuya carga aromatizaba el suelo que pisábamos. Allí descansábamos por breves instantes y seguíamos con nuestra caminata.
En tiempos de siembra y cosecha se sentía el movimiento de los campesinos que trabajaban la tierra, el ruido de los tractores o de los camiones que transportaban a la gente para las jornadas diarias o de las siembras o de la recolección del maíz. Alguno que otro conocido nos ofrecía la colita. Son las vivencias de la travesía para llegar al caserío El Dividive.
De aquella niñez que merodeaba entre los dos y los cuatro años, sólo quedan algunos rostros, algunos nombres que dejaron de ser completos. En la turbulencia que dan los recuerdos, no logró coordinar el tiempo. Algunas cosas ocurrieron antes, otras ocurrieron después. De allí el cambio de escenas tal como ocurre en los sueños. Hilvanando e hilvanando; estos son las vivencias más notorias de mis momentos en El Dividive:
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A uno o dos kilómetros de la casa estaba el conuco de mi vieja. No recuerdo de cuantos metros era. Allí se cosechaba por lo general maíz en el invierno y caraota en el verano. Allí pasábamos el día. En un morralito uno o dos litros de agua, unas arepas rellenas con carne cuando había, queso y huevo. A veces hasta mortadela para el desayuno y el almuerzo. La rutina era remover la tierra con una chícora, una especie de coa, sembrar de tres a cinco granos de maíz, hacíamos los hilos o las hileras de maíz y a la semana ya atendíamos los pimpollos que brotaban. Lo que si recuerdo que hacíamos estas siembras en los primeros meses del año con las primeras llegadas de las lluvias. De tal manera que para mayo ya teníamos el maíz jojoto, el maíz ideal para las cachapas y para la mazamorra. Luego de la siembra venía la atención de esos pequeños pimpollos; limpiar la maleza que a la par crecía y matar los bachacos para que no dañaran la siembra. Mas adelante cuando ya el maíz empezaba a dorar, la batalla era contra el gusano cogollero; seguir envenenando, lo cual se hacía de manera rudimentaria. Pienso que esto mermó con los años, la salud de mi vieja quien con profundo pesar, se me fue a los 79 años.
Rafaela Díaz 1905-1985
Cuando ya teníamos la cosecha a nuestro alcance se recogían las fanegas de maíz lo cual almacenábamos en sacos que apilábamos en la casa y en el mismo cuarto. Con ese maíz allí, teníamos para la preparación de las arepas y para semilleros de la siguiente siembra. Ese maíz también recibía nuestro cuido para evitar que los ratones y el gorgojo lo dañaran.
Si en algún momento había que hacer rogativas era porque lloviera, en otros momentos había que hacerlo porque las lluvias se fueran y así preparar el terreno para la siembra de caraotas, una siembra más delicada aún. Con un poquitico de agua puedes perder la siembra, igual cuando la planta comienza a mostrar sus florecitas moradas.
Una lluviecita y adiós siembra. Otros rubros que crecían paralelamente eran la auyama y en algunos casos algodón, sorgo, ajonjolí o el millo. Siempre había comida, amén de las gallinas y los cochinos a quienes había que cuidar para que no se salieran de la alberca y dañaran el cultivo de algún vecino. En algunas ocasiones nos mataban los animales y de esas ocasiones se alimentaba todo el caserío.
En cierta ocasión vamos mi abuela y yo al monte a buscar leña. Ella me sentó en un tronco seco mientras seleccionaba la leña seca. A cierta distancia diviso una culebra que viene hacia mí y en mi inocencia de niño extiendo las piernas y las coloco en forma de puente para que la culebra “pase por debajo del puente”, cuando de repente vi a mi abuela que le lanzó un leñazo a la culebra y la mató en el acto. Luego supe que era de esas que llaman Tres Narices.
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Recuerdo a mi padrino Edicto, a quien seguí en la caravana hasta la quebrada IBOA, cuando con el tractor arrastraba a una vaca que se le murió de aftosa. De esa travesía, me traje un viejo filtro de aceite con el que hice un carrito que me acompañó por algunos meses. Recuerdo a Diósmeda cocinando; a mi madrina Licha, una mujer muy linda y a quien le debo la enseñanza del abecedario de la vida; a Julianita Camacho quien cuidaba mucho de los linderos de su casa.
Estos vecinos quedaban a la derecha de la casa. Bajando la calle que va a Tartagal a mano izquierda esta nuestra casa. O sea de espaldas al naciente, de frente al poniente. A mano derecha, no recuerdo el orden vivían Julianita, mi padrino Edicto y la escuela quedaba entre esa casa y la de Diosmeda.
A mano izquierda la casa de los Monserrat que después habitaron mi tía Atanasia y Rafael, que por cierto en ese entonces vivían mas abajo pero en la parte derecha como a una cuadra de la casa, mas o menos.
Recuerdo a mi tía Atanasia, quien siempre me daba jugo de papelón con limón; a Rafael Tovar y sus abejas; a Olguita hija de mi tía y de Rafael, la que en algunas ocasiones me acompañaba a la escuela. Recuerdo cuando Jacobo, también hijo de mi tía Atanasia, se fue a pagar el servicio militar obligatorio. Creo que hizo el servicio en la marina, porque siempre andaba de uniforme blanco. Tuvo como compañero a Palermo. No sé en qué momento escuché decir que Jacobo había regresado pero que a Palermo lo habían dejado preso porque mató a un militar de mayor jerarquía en una tertulia que tuvieron en la playa.
Mi amigo de andanzas Nacho, vivía al frente de nuestra casa, al lado de la finca o granja de mi tío Julián. Nacho se mortificó un día, porque me perdí buscando a mi abuela y no sabía si seguir para Tartagal o coger el camino que llevaba a Camunare y luego a Campo Nuevo, cuando la señora Alfonsa que vivía en una casita ubicada en esa intersección me atajó. Creo que hasta allí llega El Dividive y comienza Tartagal. Llorando regresé con ella a casa. La señora Alfonsa era la madre de Francisco Avila, esposo de mi tía Apolonia.
Julito López, siempre andaba borracho. En la entrada de El Dividive un carro le cobró la vida del hijo de mi padrino Edicto que encontró la muerte cuando fue a San Pablo con su bicicleta a comprarle un litro de aguardiente.
Recuerdo al Zamuro, con su figura goajira deambulando por esos caminos, paseando su fama de violador.
A Margarita la que un día no amaneció en casa porque se fue con un hombre
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En la muerte de Oscar, hijo menor de mi tía Atanasia, mientras mi abuela andaba para el velorio, nos quedamos en la casa Gustavo Monserrat y yo. Sería como la una de la madrugada nos despertó el ruido de un pato blanco que en la sala estaba comiendo maíz. Cuando echamos el cuento, resulta que nadie nos creyó porque a esa hora los animales están durmiendo y menos en el medio de una sala comiendo un maíz que no había. De hecho nosotros mismos nos preguntábamos por donde había entrado si las puertas estaban trancadas y tenían los pasadores puestos. Se comentó que había sido Oscar que vino a despedirse de nosotros ya que con él jugábamos siempre. Oscar era un niño especial; pero parece que murió de alferecía.
Tampoco nos creyeron cuando vimos a un hombre sentado en una cruz que estaba a un lado del camino, el mismo que llevaba hasta el conuco de mi abuela. El detalle es que cuando pasamos frente a él nos hizo mueca y se lanzó un quejido burlón, algo así como un bramido. Cuando volteamos ya no había nadie. Alguien dijo que estaba allí esperando que le lanzáramos una piedrita ya que es común en el campo, lanzar una piedrita a las cruces con la intención que no pase nada en el camino. O para que nos “lleve con bien”.
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A los estudiantes de entonces, nos gustaba mucho cantarle a la maestra Tina, aquella canción que decía “Eres la mujer mas linda Tina, Tina, Tina; Tina”. A Tina le encantaba esa canción, igual que aquella que decía “Una noche Tina nos conocimos, junto al Lago Azul de Ipacarai”. Con el tiempo supe que la letra era “Una noche tibia…”Creo que Agustina ya estaba casada con Juan Pablo Verdú, un negro buena gente venido de Caracas. Ella era hermana de mi madrina Licha, y le hacía suplencias en la escuela.
Un día, en la escuela nos pidieron una colaboración para una campaña de la Sociedad Anticancerosa. La intención era colaborar con algo. Como yo sabía que en la repisita de la casa habían unos centavos me subí por el copete de la cama y alcance un cuadrito del Doctor José Gregorio Hernández y lo coloqué en el colchón, con la mala suerte que lo quebré cuando bajé con las monedas. A partir de ese momento me dio fiebre y mi abuela me llevó a San Felipe, recuerdo a La Marroquina en donde se encontraba un “iluminado” que hacía sanaciones. No sé como, ni que me recetaron; pero de allí salí curado. Se dijo que el Siervo de Dios me había enfermado por haber quebrado el cuadro y me había curado por la gracia que había hecho en dar unas monedas para la campaña de la Sociedad Anticancerosa.
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Recuerdo a los Monserrat: Manuel y mi tía Paula. A Mercedes Monserrat hermana de Manuel, a quien Manuel y mi papá buscaban azarosamente porque tampoco amaneció en casa. Fueron a San Felipe, San Pablo, Chivacoa, Guama y no la encontraron. Mi papá la tenía escondida en una casa en San Pablo y de eso se supo como a los quince días, cuando se la llevó para Ciudad Bolívar. Como testimonio de esa “desaparición” me quedaron tres hermanos
Las tierras y las vacas de Julián Garrido a donde llegaba mi papá no se si con la intención de verme o hacerle el cortejo a las Monserrat, sobre todo a Petra o a Mercedes porque parece que flirteaba con todas; al Chingo Agustín quien perdió la nariz de un tiro cuando peleaba con los Federales, que pasaba cabalgando en un burro que lo traía desde Tartagal y lo llevaba hasta San Pablo.
En cierta ocasión Esteban Monserrat, y yo, jugábamos en la jardinera de la casa cuando llegó mi papá en su camión Fargo y se estacionó en la casa de los Monserrat que quedaba al lado de la nuestra. Alguien había barrido el frente y dejó apilada una basura que luego quemó, precisamente cuando llegó el carro. Cuando divisamos que venía, entramos corriendo a la casa para evitar ser vistos por mi papá, a quien por cierto nunca conocí personalmente. Al pararse el carro sobre la basura, las Monserrat se escandalizaron y corrieron despavoridas porque el carro se estaba quemando; lo cual era mentira. Lo cierto es que señalaron que había sido Esteban que le había metido candela, porque lo vieron cerca de la basura cuando conmigo jugaba. Esteban jamás olvidó la pela que le echó Manuel por tamaña falsedad inventada por sus tías quienes idolatraban a mi papá.
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Domingo Rojas, amigo de la casa, siempre que pasaba por allí, me daba una locha para que le cantara aquella canción titulada “Aunque me cueste la vida” de Luis Kalaf y que grabó Alberto Beltrán con la Sonora Matancera en el año 1954. Tenía apenas dos o tres años. A Domingo le gustaba mucho porque en mis balbuceos decía “Que me importa llorar, que me importa puchir”. Domingo gozaba un puyero conmigo, por aquella expresividad y a mi me gustaba porque me ganaba mi locha.
Con el tiempo supe que era una Radio encadenada. En aquellos años, creía que a todas las emisoras les ponían cadenas en las puertas para que nadie hablara. Eras los tiempos difíciles de la dictadura.
Bastante adelantada la noche, salíamos mi abuela y yo a mirar un cometa, que lucía en el firmamento su cola luminosa. Para aquellos años, no se que cometa se hizo visible. Particularmente lo vi.
La ruralidad hizo el camino para la emigración. De allí salieron para Acarigua José Antonio Monserrat y su hermana Cristina con sus hijos entre otros Nazario; Juan José (Chelo) e Irineo. Del resto no recuerdo. A San Felipe se fue Manuel Monserrat y mi tía Paula, con todos sus hijos: Manuel Felipe, Paulita, Juan José (Chelo), Esteban, Gustavo y Humberto que creo que fue el último que nació en El Dividive.
Francisca Díaz de Garrido 1936 - 2001
Los demás nacieron en San Felipe. En esa misma emigración se fue mi mamá con ellos quien iba a trabajar en el Hospital de San Felipe. Mi madrina Licha se fue a vivir a Chivacoa.
Otros que habían emigrado ya eran los Tovar Martínez, los hijos de mi tía Atanasia y Rafael. Allí se quedaron Diógenes, Emilio y Olga.
Estaba en San Felipe en casa de mi tía en una visita que hicimos. En uno de los cuartos había una puerta reclinada y en el intento de pasar al otro cuarto la empujé y le cayó en la cabeza a Manuel Monserrat que dormía en el suelo. El gran daño fue que un clavo le rozó la sien. Entre el temor a ser castigado, la pena por estar en casa ajena y por el abuso de andar por aquellos cuartos sentí una gran vergüenza que me duró varios días, hasta que de nuevo vi a Manuel con un parcho blanco entre el ojo y la oreja derecha cuando conversaba con mi abuela en la siembra de maíz que se cultivaba en el patio de la casa de El Dividive. Como no me dijeron nada, comprendí que había sido perdonado.
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A San Felipe también se fueron Francisco con mi tía Apolonia y sus hijos Edelmira, Nelson y María, no recuerdo si Luisa también. Mi tío Rómulo creo que vivía en San Pablo, porque de sus andanzas en El Dividive escasos recuerdos tengo.
A todas estas ya estaba marcada nuestra ida también. Recuerdo un mareo que le dio a mi abuela que creo fue lo que apresuró nuestra mudanza por allá por el año 1958.
Allí en ese pedacito de tierra llamado EL DIVIDIVE, se quedaron muchos recuerdos, muchas reminiscencias. Con el paso de los años y con personajes; incluso venidos de El Dividive aparecieron nuevas vivencias y con otros escenarios. La Independencia y San Felipe iban a marcar otros caminos.
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